Yo no vi la primavera del año en el que nací.
Y mi sangre no sabe, dice. Lo de alterarse, que cuándo toca. Y las flores. Que ya no había. He nacido, tengo vida, lloro y lato. ¿Por qué no hay flores? Porque ya se han ido. Ya no es tiempo, dicen. Pero volverán. Volverán con el calor que también se está yendo. Y pienso. ¿Es que vengo, y se van todos? Pero volverán, dicen. Y antes de que camines, ya habrán venido. He llegado tarde, pienso. Llego yo y la vida, muere. ¿Y las fresas, papá? Hace mucho que no están. Y no es invierno, pero lo va a ser. No es otoño. Es verano, pero el final. Es el verano, tarde. Es lo último que queda. Lo que se deja quedar. Nadie quiere el final del verano y a veces pienso que por eso nadie me quiere a mí.
Yo no vi la primavera del año en el que nací.
Porque habré crecido en invierno. Y tampoco nadie quiere el invierno. Pero cuando vuelvan los flores y las fresas, yo ya habré reído y mi sangre, que no sabe, dice. Que ahora por qué. Mi sangre bailará siempre al ritmo de la lluvia y vivirá en un final, que es donde nació.
Lo bueno de los finales es que hacen mejores las cosas. Siempre gana lo que ya no es. Lo bueno de los finales es que te quedas, poco o mucho o lo que quieras. Te quedas. Nadie quiere los finales, pero todos se quedan allí. Te quedas donde tanto temías estar. Porque cuando ya no es, fue mejor.
Lo bueno de no haber visto la primavera del año en el que nací es que he esperando las flores. Y cuando se vuelvan a ir, sabré que en ese final nació mi vida, que podré esperarlas de nuevo y que siempre volverán.
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