Basar feliz



Dentro de este sitio no hay nadie. 

Quizás porque son las seis de la tarde de un día de julio, más concretamente, este. Pero dentro de este sitio no hay nadie. 

Está cerca de un paseo marítimo atestado de gente, entre dos cervecerías de terrazas llenas, a cinco minutos de una playa bañada por más toallas que mareas y en la boca de una calle comercial. Dentro de una ciudad elegida como destino turístico por una cantidad indecente de personas que se olvidan en cuanto llegan de que lo son, este sitio está completamente vacío. 

Por eso decido entrar. Su dueño, con el teléfono a todo volumen, no percibe a su única clienta y solo tiene como preocupación no perderse ni un detalle de lo que sea que esté pasando en esa pantalla minúscula. Me paseo entre los pasillos y veo cosas horrorosas de dudosa calidad sobre las que nadie se abalanza como sí lo hacen sobre otras cosas horrorosas de dudosa calidad que se venden en una tienda que está a un par de calles de esta, que empieza por zara y acaba por. 

Suena de fondo una música que no reconozco a un volumen que no ensordece y veo tuercas, mangueras y alguna flor artificial. 

Entra alguien, dice hola. 

-Hola! 

Y como es el único, dan ganas de contestar. 

Hola señor, qué coincidencia, una ciudad abarrotada y solo usted y yo por aquí. "Seamos amigos", pienso, "Quiero una pala, nada más", diría él.

Respiro. Menos mal. Soy consciente de cuánto tiempo hacía que no sentía que el aire, acondicionado, perfumado o libre, era solo para mí. Cuánto tiempo que no escuchaba el silencio, que no tenía ganas de saludar. Supongo que porque soy de aldea, porque soy sensible o porque me creo artista, cada poco, me supera la ciudad. O porque nadie en su sano juicio aguanta a la gente, como masa, como conjunto. Todo en pack es peor. Personas sí, la gente no. 

Y aquí estamos, el señor de la pala, el dueño despreocupado y yo.

Efectivamente, 

es un basar feliz. 

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