Modernos

Max, Cai, Nil, Jon, Jan, Pol, Pau. 
Dos sílabas para los más afortunados: Lía, Leo, Ian, Gael. 

Por circunstancias ajenas a mi propia maternidad, me he visto últimamente obligada a reflexionar mucho sobre ella, labor nada agradable pero obligatoria para cualquier jovencita que se precie y que se rodee de gente, en general preocupada que, por tal de cumplir su empresa, se preocupe por ella también. Porque a ver si te crees que vas a pasar tú el umbral de los veinticinco sin que nadie te recuerde que estás a punto de entrar en el tiempo de descuento. 

Esto sucede, por supuesto, a la vez que respiro. - Hubiera sido francamente complicado hacerlo en cualquier otra circunstancia.- Respirar implica oxigenar este cuerpo de casi treinta que se sabe joven, ergo, vivo. Y el vivir, como ya sabréis, es una cosa bien compleja en los tiempos que corren porque hay que vivir sin descansar. Hay que vivir todo el rato, sin una siestecita en medio, sin una tutoría con quienquiera que te haya mandado en estos tiempos para preguntarte que cómo lo llevas, si necesitas orientación o si se te está dando bien. Y si encima te pilla en una ciudad grande a la que llamaremos, por ejemplo, Madrid, os diré que tampoco tendríais tiempo para ello. 
Me doy cuenta de que invierto casi todo mi tiempo en pagarme el vivir y el resto, en que me vayan estampando en la cara toda la información que me he perdido mientras estaba trabajando. No he visto esta peli, no me he leído este libro, no me he enterado de este atentado, no sé quién ha ganado el debate y ni siquiera me sé este baile de TikTok que se lo sabe Ana, que no ha sabido dónde tiene la mano izquierda, me vais a perdonar, en su puta vida. 

Estas dos ideas se me entrelazan en la cabeza constantemente. Mi madre me tuvo a mi edad. Yo a mi edad no tengo ni un cactus. Pero tengo trabajo desde los veinte, tengo una carrera, tengo formaciones complementarias, tengo energía, tengo internet, tengo ahorros y considero, a pesar de todo, que también tengo suerte. 
¿Pero cómo voy a criar a un hijo en un piso en el que se me mueren las plantas por falta de luz? Que no quiero, pienso, pero que tampoco podría querer. Y me voy a tomar la licencia dramática de inventarme que iba pensando en esto ayer paseando por la calle cuando me interrumpió el grito de una madre a su hijo que me trajo hasta este post: 

- ¡Francisco Javier! ¡Ven a merendar! 

Quince letras repartidas en dos palabras para un solo niño, menudo menudito, que no sé si mediría un metro. Mucho nombre para poco niño, pienso. A este niño tienen que quererlo mucho, pienso. Qué elegancia, pienso. Qué empaque. Ya no hay niños con nombres compuestos. Max, Cai, Nil, Jon, Jan, Pol, Pau. 
Dos sílabas para los más afortunados: Lía, Leo, Ian, Gael. 
Por un momento me pongo en la piel de esta mujer que llama a este niño para darle el plátano y siento angustia y admiración.
Pido perdón ahora, a todos esos padres a los que yo tachaba de modernos, y te pido perdón a ti, hijo mío imaginario, porque si algún día te tuviera, también te llamarías así. Que la vida está muy dura para nombres largos. Que si tengo yo que salir de un piso enano en el centro corriendo por la mañana, llevarte al colegio, haberte dejado la merienda hecha, salir del trabajo, ir a recogerte, llevarte al parque pensando en que tengo que llegar, ducharte, hacerte la cena, acostarte, mimarte y acostarme yo sabiendo que no me he visto el capitulito, atender a los grupos de whatsapp, prometer un café próximo que no sé si podré cumplir, felicitar el cumpleaños del día, destender la lavadora que lleva colgada tres días y darme cuenta de que no tengo champú en seco para el día siguiente y tengo que madrugar más para lavarme el pelo antes de salir a volver a empezar, comprenderás, al menos, que no tengo tiempo para que te llames Francisco Javier. 


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